jueves, 16 de agosto de 2007

Bibliotecas de verano: el Efecto Guardería

Siempre recuerdo que mi primer trabajo en las públicas, como para la mayoría de los que estamos en ellas, fue una sustitución de verano. Cuando me contrataron, se me pasó por la cabeza el pensamiento de "Ah, verano... no debería haber mucha gente..."
Craso error.
Ahora que sé mejor cómo va el tema, comprendo la enorme tontería de pensar eso, pero si no se conoce, es más difícil. Básicamente, en verano viene mucha gente a las bibliotecas que están abiertas, pero la tipología de público cambia un poco.
En el caso de la sala infantil, donde me hallo ubicado últimamente, llamo a esa variación, sin demasiada sutileza, el "Efecto guardería". El motivo es muy sencillo: a grandes rasgos, y salvo excepciones, es en lo que nos convertimos. Curiosamente, este cambio se da porque las guarderías de verdad cierran, lo que precipita una oleada de progenitores con niños de muy corta edad hacia nuestras instalaciones.
Esto no es malo ni de lejos y este texto no es una crítica a ello. Lo que sucede es que esa corriente atrae una buena cantidad de usuarios nuevos, que no vienen durante el año y que, de hecho, no han venido nunca antes. Y eso, como decía, es bueno.
Lo malo es que algunos, al no conocer lo que son las bibliotecas, se alejan bastante de las normas de educación básicas. Vamos, que de hecho, más que no saber lo que es una biblioteca, no saben lo que es convivir con otros humanos...
Imagínese una sala poco llena, en silencio. Hay gente, pero si habla, lo hace en voz muy baja. De repente entra una pareja con un par de críos. Uno es un bebé. Está despierto y ya empieza a llorar. El otro es un terremoto de tres años que, tal como entra en la sala, se pone a correr, a gritar y a saltar. Esto es casi inevitable y es el pan nuestro de cada día, pero salvo por algunos recalcitrantes, el usuario medio ya sabe de qué va el tema y enseguida controla a sus vástagos. El usuario de verano se reconoce enseguida porque no sólo no va a decir nada a su retoño si la lía: encima sonreirá y/o lo alentará. Multipliquen eso por 10, por 20 ó por la cifra que más les horrorice y tendrán una asistencia como para provocar tembleque a la ludoteca más curtida.
Mientras los retoños desplazan muebles, lanzan muñecos cual granadas, o emiten agudos capaces de enviar al paro a sopranos de peso, los padres hablan por el móvil como si estuvieran en su casa, montan tertulias de la tarde, o se cuelan en los ordenadores destinados a los críos como si la carne de burro fuese transparente.
A todo esto uno destina una paciencia que no sabía que tenía y una capacidad de desplazamiento de un sitio a otro que semeja más al don de la ubicuidad que a la rapidez propiamente dicha. Lo máximo sería conseguir que no te mirasen con esa cara de “¿Y quién es éste que se atreve a sugerirme que mi angelito se porta mal?”
Y la culpa, por supuesto, no es de los críos. Incluso yo, que nunca me he avergonzado de reconocer que no me gustan los niños, tengo claro que la culpa es de los padres (¡ese Paiño!) Por eso me quejaba al principio del nivel de educación, que corresponde a ellos, y de la total ausencia del mismo.
El “Efecto guardería” se acentúa con los que dejan a los niños solos en la sala y se van a otras a conectarse a Internet o a leer el periódico, nombrándonos guardianes y soltando serpientes por la boca cuando nuestras palabras o nuestros hechos les recuerdan que los únicos responsables allí dentro de sus hijos son ellos y que nuestra carrera no es (habitualmente) psicopedagogía o magisterio.
En fin, les dejo, que se está colando otra bella criaturita por las escaleras del almacén, y la baba de los padres mientras contemplan como casi se rompe la crisma ya me llega a los pies.

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