Media tarde de uno de esos muchos días en que estamos a tope de gente. Las compañeras de préstamo tienen, como suele ser habitual, una cola de gente a la que atienden lo mejor y lo más rápido que pueden.
La puerta de cristal de la biblioteca se abre y se asoma un cani (muy cani), con unos auriculares enormes en las orejas. Sin meter más que la cabeza, grita:
- ¡¡¡Oyeeeee!!! ¡¡¿Aquí es donde no se pué gritaaaaarrr?!!
- Pueeesss... va a ser que no, no se puede gritar.
- ¡¡¡Pues entonces no entroooo!!!
Y se fue, claro.
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